Si un autobús desde cualquier pueblo perdido que apenas sus habitantes conocen se dirigiera hacia la ciudad más enorme jamás construida, ocupado por todos los que antes vivieron en aquél minúsculo opuesto a la sociedad, pinchase a causa de un enorme bache en la carretera más oscura de la montaña y se estrellase. Si sólo un pasajero lograse salvarse de la caída del autobús por toda la ladera y se derrumbase en medio del bosque en su búsqueda de alguien que pudiera ayudarlo, en busca de su última luz y rayo de esperanza, y al caer y mirar al cielo oscuro entre los densos árboles, al mirar arriba y ver una única estrella, soltara su último aliento. Es casi como si pudiera aspirar ese aliento.
Soy afortunado por poder absorber ese aire oscuro y caliente de la muerte, y nunca antes me había parado a pensarlo. Nunca me había olvidado de todas esas preocupaciones cutáneas y me había adentrado en el cuerpo y llegado hasta la mente. Hasta el corazón del bosque donde yace un cadáver con los ojos fijos en el cielo y la boca entrecerrada. Con su sonrisa esbozada en la marchita tez. Aspirar humo, besar a la muerte.
Y el hilo termina. La luz se apaga. Ya no hay más.
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