11.1.10

Oscuridad. Ya sólo queda ella, oscuridad. Y la pequeña luz de un cigarro consumiéndose en el cenicero. Casi apagado. Ver cómo emite su pequeña controversia con el resto de la habitación. Ver su exalación expresada en un último hilo de humo. El hilo de la vida. De su vida. Eso me tranquiliza. Respirar el último aliento de algo tan simple como un cigarro consumiéndose, en su último instante de existencia.

Si un autobús desde cualquier pueblo perdido que apenas sus habitantes conocen se dirigiera hacia la ciudad más enorme jamás construida, ocupado por todos los que antes vivieron en aquél minúsculo opuesto a la sociedad, pinchase a causa de un enorme bache en la carretera más oscura de la montaña y se estrellase. Si sólo un pasajero lograse salvarse de la caída del autobús por toda la ladera y se derrumbase en medio del bosque en su búsqueda de alguien que pudiera ayudarlo, en busca de su última luz y rayo de esperanza, y al caer y mirar al cielo oscuro entre los densos árboles, al mirar arriba y ver una única estrella, soltara su último aliento. Es casi como si pudiera aspirar ese aliento.

Soy afortunado por poder absorber ese aire oscuro y caliente de la muerte, y nunca antes me había parado a pensarlo. Nunca me había olvidado de todas esas preocupaciones cutáneas y me había adentrado en el cuerpo y llegado hasta la mente. Hasta el corazón del bosque donde yace un cadáver con los ojos fijos en el cielo y la boca entrecerrada. Con su sonrisa esbozada en la marchita tez. Aspirar humo, besar a la muerte.

Y el hilo termina. La luz se apaga. Ya no hay más.



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