~Las manos de mi abuelo
Las manos de mi abuelo eran fuertes
como las de Hércules
cuando tiraba de la basta cuerda que daba vida
a su lento transporte.
Ellas tiraban del peso de un hombre
mucho más grande de su tamaño,
la violencia del movimiento origen de un big bang
de humo y ruido repentinos.
Y en el fin del camino del movimiento
una desaceleración de todo el cuerpo, elegante
ante la implacable inercia.
Aquel hombre que mi infancia fue mi ciencia
de manos férreas, estoicas y feas.
Feas a los ojos de aquellos que ven en el olivo la libertad.
Más feas son las manos que sin saber trabajar levantan
imperios literarios hablando del olivar.
Las manos de mi abuelo cavando y volviendo a plantar la vida,
en todas sus formas distintas,
suspiran,
retorcidas entre inviernos y sequías.
Las manos de aquel que combatiendo egemonías
emboca más allá de donde poder volver a dormir en casa.
Manos de madera y melaza.
¿Será que entre tanta grieta descansa
divina templanza, quieta?
Las manos de mi abuelo metieta de comer en Francia,
de dormir al calor de una hoguera en medio de la nada.
Esas manos que me alzaban de pequeño
al techo de la Sierra Prieta
desde arriba parecían borquejar.
Tal vez fuera verdad
y las manos de mi abuelo fueron acebuche recio,
de linde de piedra, esparraguero.
Tal vez, quiero pensar,
volviste a nacer en libertad y tus manos,
amparando millones de hojas puntiagudas arrojan a tus pies
la sombra y la soledad.
Soberano del cerro de los valles pa' ver más.
Como siempre, tu curiosidad,
Sentado en la tierra, paciente,
mirando de lejos al mar.
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20.6.14
Abrazo de olivo II
25.5.14
Abrazo de olivo I
Hablan los poetas sobre el olivo
como del árbol del país de las hespérides
y se sueñan a sí mismos entre ellos
como hombres libres del yugo
de la humanidad.
Nada más lejos de la realidad.
A contaros vengo mi versión de la metáfora,
yo, que crecí entre ellos de veras,
mi versión, entre la tierra y la ciudad marinera.
El abrazo del olivo antes del alba
te acoge en un seno de frío y muerte.
Hojas mansas en la lejanía son traicioneras cuchillas
que llenan las manos de todo el que ose acercarse
al custodiado tesoro, de cicatrices.
Los dedos de sus ramas portan sortijas
de ámbar de resina que es como cuchilla a la piel.
Polvo y sangre en manos de nadie.
Se levanta el sol y su calor se abre paso
entre la tiniebla.
Los olivos se despiertan.
también su tronco, que es el hogar de muchas cosas.
Y en esa transición los hijos de los hombres
disfrutamos del dolor en nuestras manos
y la alegría en nuestros corazones,
porque sabemos que en unas horas
tendremos que recordarlo con añoranza.
Porque cuando llega el medio día,
el olivo, despierto y en guardia
se defiende como gato panza arriba de
la carne dura que lo manosea.
El polvo y el calor entran en los pulmones primero,
haciéndote toser. Las aceitunas, fortalecidas por el sol,
se aferran a su madre obligándote a violar a la flora.
La tierra hierbe y despliega vida desde el surco del arado
e innumerables tropas aladas te acosan
como guerrilleros a un ejército mayor y más torpe.
El sol, entre las ramas dispara rayos traicioneros
a lo más profundo de tus ojos.
Pero lo peor de todo está por llegar.
Porque en realidad, lo que acabo de contar
no es más que un método natural de viaje a tu caverna interior,
donde suena el eco de todo lo que piensas.
Y conforme avanza el día, dejas de tener de qué hablar con nadie.
Todos se mueven automáticos, como con la mente lejos.
Como con el ser atrapado dentro del olivo, entre un follaje eterno
de hojas afiladas, flexibles y traicioneras.
Ay mi ciudad marinera piensas,
¿Qué le costaba al hombre echarse al mar y pescar nada más?
Yo no quiero más, de verdad.
Tu libertad limitada a distinguir entre el fruto
y el olivo a la tarde,
te convierte en el Charlot de Modern Times.
Tus ojos no ven más allá,
tus manos hace tiempo que dejaron de sentir,
en tu oído no ha parado la profanación al templo del sonido
por parte de todo tipo de insectos,
tu nariz es refugio de polvo,
tu boca sabe a tierra, a boca cerrada.
Tu cuerpo hierbe en aquella tierra maldita,
de sol eterno y agua envenenada que crea adicción al primer sorbo,
y que te destruye si pretendes satisfacer todo tu deseo
doblando tu cuerpo por la mitad.
En tu cabeza ¿quién diría
que a plena luz día las sombras iban a venir?
Y aquí están.
Run-run run-run run-run.
Piedad, por favor, piedad.
Vámonos ya, por favor, papá.
Vámonos ya.
como del árbol del país de las hespérides
y se sueñan a sí mismos entre ellos
como hombres libres del yugo
de la humanidad.
Nada más lejos de la realidad.
A contaros vengo mi versión de la metáfora,
yo, que crecí entre ellos de veras,
mi versión, entre la tierra y la ciudad marinera.
El abrazo del olivo antes del alba
te acoge en un seno de frío y muerte.
Hojas mansas en la lejanía son traicioneras cuchillas
que llenan las manos de todo el que ose acercarse
al custodiado tesoro, de cicatrices.
Los dedos de sus ramas portan sortijas
de ámbar de resina que es como cuchilla a la piel.
Polvo y sangre en manos de nadie.
Se levanta el sol y su calor se abre paso
entre la tiniebla.
Los olivos se despiertan.
también su tronco, que es el hogar de muchas cosas.
Y en esa transición los hijos de los hombres
disfrutamos del dolor en nuestras manos
y la alegría en nuestros corazones,
porque sabemos que en unas horas
tendremos que recordarlo con añoranza.
Porque cuando llega el medio día,
el olivo, despierto y en guardia
se defiende como gato panza arriba de
la carne dura que lo manosea.
El polvo y el calor entran en los pulmones primero,
haciéndote toser. Las aceitunas, fortalecidas por el sol,
se aferran a su madre obligándote a violar a la flora.
La tierra hierbe y despliega vida desde el surco del arado
e innumerables tropas aladas te acosan
como guerrilleros a un ejército mayor y más torpe.
El sol, entre las ramas dispara rayos traicioneros
a lo más profundo de tus ojos.
Pero lo peor de todo está por llegar.
Porque en realidad, lo que acabo de contar
no es más que un método natural de viaje a tu caverna interior,
donde suena el eco de todo lo que piensas.
Y conforme avanza el día, dejas de tener de qué hablar con nadie.
Todos se mueven automáticos, como con la mente lejos.
Como con el ser atrapado dentro del olivo, entre un follaje eterno
de hojas afiladas, flexibles y traicioneras.
Ay mi ciudad marinera piensas,
¿Qué le costaba al hombre echarse al mar y pescar nada más?
Yo no quiero más, de verdad.
Tu libertad limitada a distinguir entre el fruto
y el olivo a la tarde,
te convierte en el Charlot de Modern Times.
Tus ojos no ven más allá,
tus manos hace tiempo que dejaron de sentir,
en tu oído no ha parado la profanación al templo del sonido
por parte de todo tipo de insectos,
tu nariz es refugio de polvo,
tu boca sabe a tierra, a boca cerrada.
Tu cuerpo hierbe en aquella tierra maldita,
de sol eterno y agua envenenada que crea adicción al primer sorbo,
y que te destruye si pretendes satisfacer todo tu deseo
doblando tu cuerpo por la mitad.
En tu cabeza ¿quién diría
que a plena luz día las sombras iban a venir?
Y aquí están.
Run-run run-run run-run.
Piedad, por favor, piedad.
Vámonos ya, por favor, papá.
Vámonos ya.
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