4.6.11

Sin pensarlo mucho

Érase una vez un valiente soldado. Vivía en un país muuuy lejano gobernado por un gran rey. El reino era enorme y maravilloso con largas playas, altas montañas e interminables praderas verdes. Un día, el rey del país vecino, celoso de la belleza del reino vecino, decidió enviar a un gran ejército para obligar al gran rey a que le entregara todo el reino y gran rey se negó. Entonces comenzó un gran guerra.

El soldado, inexperto pero valiente, se dirigía a la guerra cuando se encontró con un anciano en el camino. El anciano le pidió unas monedas para comer, pero el pobre soldado, que solo tenía una vieja espada y un maltrecho escudo, no tenía dinero. Pero no podía dejar allí al pobre anciano hambriento, así que le dio un pan. A cambio - dijo el anciano - te voy a dar tres consejos que te servirá al sitio donde vas:

Si dejas que el corazón guíe tu espada, serás victorioso; si dejas que tu cabeza guíe tu mano, serás rico; y si dejas que tu corazón guíe tu mano, serás feliz.

Y el soldado se fue. Cuando llegó a la guerra, siendo joven a impetuoso, luchó con fiereza contra el enemigo, como le había dicho el anciano, ascendiendo rápidamente en la jerarquía y llegó a ser capitán siendo muy joven. Se hizo famoso por su valor y su lealtad y gracias a él el ejército del malvado rey retrocedió hasta su país. Y la guerra terminó.

Pero un día, muchos años después, el gran rey en persona le pidió que volviera a la guerra para dar una lección al malvado rey y le ofreció ser general de su ejército. El joven capitán, que había formado una familia después de tanto tiempo, se negó. "Si quieren que vaya a la guerra, no es justo que deje a mi familia" pensó, y se acordó del anciano. Le pidió al rey algo a cambio, arriesgándose a ser arrestado por traición, pero sabía que era un buen rey, y sabía que el rey sabía que él sería un buen general. Entonces el gran rey le ofreció mucho oro, pero tenía que ajusticiar al malvado rey para que fuera ajusticiado por sus crímenes. Y el capitán, ahora general, aceptó.

Y el gran general marchó a la victoria convencido de su triunfo. Estaban llegando a la frontera de los reinos cuando pensó que se sentía mayor para que el coraje que lo convirtió en capitán lo invadiera de nuevo, y también pensó que había sido egoísta con su rey, que solo quería poner justicia en el mundo. Como dijo el anciano, tuvo victorias y riquezas, pero no era feliz acaudillando el ejército. Y cuando llegaron a la frontera, empezaron a ver campos arrasados, y vacas flacas por el hambre, y la gente tenía una cara triste. No eran como los ciudadanos del gran castillo del rey que cantaban canciones a su marcha. El general se bajó del caballo y le preguntó a un hombre por si tristeza. El campesino le contestó que se había arruinado por la guerra, que los soldados habían destruido todo lo que tenía y robado sus pocas cosas de valor.

Y el general se sintió culpable, porque había formado parte de aquella guerra. Entonces, sin pensarlo demasiado, abrió el gran cofre custodiado por caballeros que le había dado el rey, y le dijo al campesino "Este oro no hará que la tierra sea más fértil, pero puedes comprar semillas y construir un sistema de riego para todo el pueblo". Y se marchó camino al otro país. Al llegar, encontró una situación muy parecida a la que había dejado atrás, era como si se hubiera acercado a un espejo, como si ambos reinos fueran simétricos, y él acabara de entrar en el reflejo. No eran malvados los hombres de aquel pueblo, pero eran tan pobres como los del otro.

El general, que reconoció los campos en los que tiempo atrás había perseguido a sus enemigos, se sintió culpable del desastre y quería compensar a aquellos campesinos, pero ya no tenía dinero, así que se quitó la armadura dorada y ordenó que los hombres hicieran los mismo, y se las entregó a los campesinos, sin pensarlo demasiado, en territorio enemigo y sin nada más. Y continuó su camino. No sabía por qué, pero después de aquello, se sentía mucho mecho.

Finalmente llegaron al gran castillo del malvado rey donde los estaba esperando. Pero, para sorpresa del monarca, no era una ejército lo que entraba en la ciudad, sino una gran marcha de hombres desarmados, pues a cien metros de la ciudad, el general, sin pensarlo demasiado, les ordenó que tiraran las armas y que cada soldado cogiera flor en la mano y que confiaran en él.

Al no ir armados les abrieron las grandes puertas de la ciudadela y la plaza del rey se llenó de gente con flores en la mano, y, cuando ya no cabían más, el castillo fue rodeado por una masa silenciosa con flores en la mano. El malvado nunca pensó que algo así fuera posible y no sabía qué hacer. Por si aquello fuera poco, otra marcha llegaba al castillo, eran campesinos y labradores, vestidos con ropas de faena y con flores amarillas y verdes, los colores de sendos dos reinos.

Entonces habló el general "Me manda mi rey para exigiros justicia. Y justicia os pido. Fuera de las murallas espera vuestro pueblo y el mío, empobrecido y hambriento por la guerra pasada. Yo tengo gran culpa de aquello, y lo siento. En compensación se ofrecía mi oro, mis armas y mi respeto. La petición que vuestro pueblo, el mío y yo, que hablo por boca de mi rey, os hacemos, es que vos les ofrezcáis vuestro arrepentimiento, así como vuestro corazón."

Y las palabras del general, antes capitán y antes soldado, fueron oídas por todos los que estaban allí, y también por el viejo rey, que, sin pensarlo mucho...

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