22.9.10

AAA


Sin apartar la mirada del suelo y sentado cual jefe indio frente a la fogata se encontraba, triste y abatido, nuestro gran amigo. Una habitación vacía de una casa abandonada hace mucho era el mejor refugio que pudo hallar.

Su vida se hacía metáfora en el momento en el que los pequeños trozos que quedaban tambaleantes del techo se comenzaron a venir abajo. Unos pocos ladrillos se precipitaron contra el suelo a no muchos centímetros. Irónico el poder contemplar la luna gracias al inexistente techo de una vieja y abandonada casa.

Como todo lo agrio de la vida, el efecto dominó comenzó y las paredes empezaron a suicidarse como el techo. Kilos de ladrillos se venían abajo rodeándolo, como si los pilares de su frágil paraíso terrenal se fuesen a la mierda cansados de aguantar el peso de su ego y queriéndole dar una lección de dolor y sufrimiento. Todo parecía desmoronarse a cámara lenta y no reaccionó en ninguno de esos eternos segundos. Ni siquiera cuando un trozo de escayola le cayó en el pie machacando algunos huesos.

No era una sensación extraña para él, su vida era así, se estaba desmoronando, como una casa abandonada, y él no se sentía mal, no guardaba rabia, no amaba, no soltaba una mísera gota de agua salada por sus ojos. Por extraño que se crea, no es sencillo imitar las reacciones que producen los sentimientos, pero en eso él era un maestro.

Sus ojos se alzaron de nuevo hacia la luna, y lo único que expresaban era el anhelo de la pasión por haber perdido toda la parte animal de su ser. Si el hombre es razón y corazón, aquél hombre sólo era un cerebro funcionando a pilas.


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