18.3.11

Trance

El día estaba llegando a su fin y sólo unos rayos de sol asomaban ya en un horizonte montañoso de picos afilados como las fauces de una bestia. En el solitario acantilado se dibujaba la silueta de un anciano de ojos verdes y tristes, desnudo y encadenado. De pronto, como en trance, se acerca al abismo, oscuro como la noche que estaba por caer. Su cuerpo se inclinaba hacia delante por el peso de las cadenas.

El trance se hacía más intenso y empezó a perder el sentido del equilibrio, el mundo se le dibujaba borroso y unas náuseas empezaban a nacer en sus entrañas. Sus piernas empezaron a temblar, delirando. Ahora sentía un dolor enorme en la cabeza, pero no dentro, y con un gran esfuerzo que casi lo arroja a la sombra se llevó sus manos al pelo, una larga melena le estaba creciendo. Se miró las manos y no tenía señales de manchas de veje, y estaban más musculosas.

Sus ojos empezaron a mirar su cuerpo, que veía borroso, pero claramente más recio y tenso que el de un anciano, pero sus pies eran pequeños al fijarse en ellos. Ahora el trance producía un dolor insufrible, como si algo estuviera por salir de él. Y en un segundo, sus grilletes cayeron, porque sus brazos eran ahora los de un niño, igual que sis genitales sin pelo. Por un segundo el dolor desapareció, y se sintió el rey del mundo, el fénix nacido de su vejez, la vida parida por la muerte.

Pero cuando miró el horizonte, el último rayo de sol había muerto, y las fauces de bestia se cerraron, y la mordedura le devolvió el dolor al niño, que lo llevó a arrodillarse sin suelo y a caer más profundo que cualquier sitio imaginable por algún ser viviente.

Y cuando llegó al suelo, la milésima de segundo le pareció una vida, llena de sueños y de ilusiones, y de felicidad. Y al caer se rompió en mil pedazos de humo y alcohol

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