Voy a tejer una cadena con hilo rojo de
algodón para atarlos uno a uno por un extremo. Colgaré los pimientos picantes
cubriendo el techo, para que me llueva por la noche chile, mientras duermo, y
se me alegren los sueños húmedos. Las gotas calientes sobre la carne y el aire
de agosto espeso. Secarán los pimientos, lentamente, y caerán sobre los
párpados para despertarme del orgasmo e ir a la cocina a hacer un guiso. Con
una cacerola de hierro y un conjuro, te juro que nos chuparemos los dedos. Y
para evitar toda maldición, la sal se echa por el hombro derecho. Hacia atrás,
por supuesto. Que nos duela la lengua y se nos enciendan los deseos tras la
comida. Que echándonos el aliento se nos queme el cerebro para que no pensemos.
Hasta el delirio. Si es necesario nos evaporamos. Si quiere el mundo, lleno
todo el cielo de pimientos y nos dolemos juntos. Nos consumimos. Nos comemos
unos a otros.
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