22.10.13

Aquel bar de siempre

     Era exactamente el mismo tipo de bar de siempre, para qué variar, y esperaba con un codo en la barra como punto de apoyo universal a la mejor compañía que pudiera alcanzar, cuando una cerveza resbaló a lo largo de la barra hasta mi mano y sonó la música. El piano comenzaba suave pero con ritmo y algunas miradas se cruzaban entre mesas. La magia empezaba su reacción.

     El primer síntoma era el calor. Frank, el camarero del local, sabe que fuera hace frío y que, si sube un poco el termostato, la cosa se anima. Y lo consigue. Las chicas al entrar se quitaban los abrigos y, de vez en cuando, alguna teta te apuntaba con pulso firme y un calibre 16 directo al entrecejo. Frank me contó una vez una anécdota buenísima que le ocurrió allí con una embarazada con tetas de silicona, pero no nos desviemos del tema. La temperatura hacía que sobrase algo de ropa y que la sed apareciese pronto, por lo que la copa siempre estaba llena.

  La bebida provocaba el segundo síntoma: achispamiento. El achispamiento, también conocido como "el puntito", era un estado anímico que te llevaba a un mundo mucho más sencillo. Todo era más fácil, más divertido, menos serio. Los conocidos eran amigos, los desconocidos conocidos y, por ende, amigos. Ya había algunos que dominaban la pista con temas del verano del 93 y cantaban a pleno pulmón destrozando temazos. 

    La hora límite del local llegaba y eso era siempre motivo de celebración. Frank cerraba puertas y persianas y la ley desaparecía. Los nuevos amigos te invitaban a fumar, la nieve hacía acto de presencia, las conversaciones fluían y la música se aceleraba, cambiaba el tono, se revelaba contra los ritmos. Un tipo se subió al piano que Frank tenía contra la pared cogiendo polvo y empezó a gritarle algo sobre si ya no tenía los cojones de acero como antes. Frank, ante tal reto, cogió el saxofón que tenía colgado en la pared, desenchufó el equipo de música y se subió a la barra. "Marta, que no pare la cerveza." dijo y una rubia entró a la barra y comenzó a servir a los clientes.

    El del piano comenzó a tocar y sus dedos bailaban sobre las teclas, contagiando a algunos a la pista. El tipo se puso a cantar y miraba a Frank sonriendo, y Frank empezó. Nadie en aquél bar de mala muerte hubiera imaginado que Frank tocaba el saxo de aquella forma. Todos se quedaron mirando por un segundo y el tipo del piano se emocionaba más y más, fusionaban los sonidos como cuerpos en la cama, y todos se pusieron en pie.

     La música se te metía en el cuerpo y la rubia no paraba de servir copas y chupitos, te invitaban a rondas y cada vez pagaba alguien distinto, todos éramos los mejores amigos, las chicas sonreían y cantaban, contoneaban sus caderas y te llamaban con susurros en la distancia, los cuerpos coqueteaban sincronizados, serpenteaban y se buscaban entre las notas y más cuerpos buscándose y serpenteando. Aquél bar se convirtió en la mejor coreografía jamás improvisada de todos los tiempos, en una nube de sudor, alegría, sensualidad y humo que respiraba al unísono. 

     Todo se paró, y comenzó el aplauso. La gente gritaba y sonreía y Frank y el pianista se abrazaron y empezó a rular la bebida de nuevo. La música volvía a sonar por los altavoces, pero todos estábamos eufóricos, excitados. Los síntomas habían implosionado.

     En aquél momento la sed era insaciable y para algunos el hambre también. Las miradas fueron bailes y los bailes ahora dejaban lugar a las palabras. La caza comenzaba, con terreno ya ganado, y el alcohol ayudaba bastante. Con el primer bocado dado, la situación necesitaba cambiar el campo de juego, y algunas parejas comenzaban a irse. Los grupos de colegas siguieron también su camino, gritando a lo lejos que volverían, inconscientes todos ellos de que, en nuestra resaca de la mañana siguiente, ninguno nos acordaríamos de dónde estaba aquél lugar.

     A la mañana siguiente, tras escapar de aquella cama desconocida y salir a la calle, a pesar de que mi cabeza se disolvía en ácido y mis retinas se quemaban con el sol, sonreí en mi camino a casa. Y aunque lo intenté, jamás logré volver a aquél sitio, nunca volví a encontrarme con ninguno de los que aquella noche conocí, quizá ni conociese realmente a Frank, pero fue la mejor resaca de mi vida.


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